EL PLACER DEL 22 por Luz Marina Mancipe
Nelson, experto bailarín de tango, famoso por conquistar con esta habilidad a cuanta robusta y esbelta mujer le concediera una pieza…de baile y luego de hotel, estaba sentado en la puerta, acariciando su perro.
De repente, las manecillas del reloj se detuvieron y apareció en el umbral una hermosa mujer morena, vestida de rojo, dando pasos elegantes, seguida por un robusto gato cobrizo, de largos y fuertes bigotes que rozaban sus piernas.
Este fue el preámbulo de un día en la vida de un hombre mujeriego que juró nunca caer en las redes de una fémina. Era el día 22 de un año y un mes cualquiera; el agua de la fuente dejó de escucharse. Nelson estaba absorto. En su vida, jamás había imaginado semejante escultura, sin embargo, por un instante que no tiene cómo medirse en un tiempo que ya no existe, tuvo la sensación de haberla visto en alguna parte. La matrona avanzaba lentamente y con su mirada puesta en los ojos del mocero, provocaba con sus delgados y finos labios que su corazón latiera muy fuerte, siendo el único sonido escuchado en la enorme casa.
Haciendo un gran esfuerzo por salir del transe, Nelson se puso de pie. Su varonil semblante doblegado ante el dominio de aquella presencia se tornó infantil y delicado. Cediendo a la insinuante señal de unión producida por el ronroneo del gato, que frotó su enorme cola entre éste y la otra, no pudo más que extender sus brazos invitándola a bailar.
Nelson sin pensarlo dos veces, llamó a su ama de llaves y sin esperar respuesta, le ordenó aumentar el sonido del tango que estaba escuchando. La melodía retumbó en la cabeza de Nelson y embriagándolo, atiborró sus músculos de ardiente deseo por bailar. La morena con su piel lisa y brillante cedió ante el cortejo del mujeril y siguiendo su paso danzaron una y otra vez. Sin saber la hora, porque el reloj ya no funcionaba, la pareja bailó toda clase de tango y el hombre de la casa sin decir palabra se sentía más hombre, más tirano.
Nelson no se detenía y su compañera de baile no mostraba el más mínimo vestigio de cansancio. Ni siquiera una gota de sudor. El salón no fue suficiente para su danza y recorrieron con rítmico compás toda la casa, de abajo hasta arriba de un extremo al otro, sin parar.
El galán quien hubiese jurado en otro tiempo no dejarse enredar por una de sus aventuras, se sentía enamorado. Entregado al contacto de aquel cuerpo con formas provocadoras, refrescaba el suyo con el sudor que transpiraban. En cada pieza de baile comparaba sus anteriores andanzas, recordando formas, aromas y texturas de pieles, cabellos y colores. Cayó en cuenta de que nunca había trabado relación alguna con mujer morena.
Pero esto no le importó. A cada nueva tonada su felicidad era tan grande que deseaba nunca terminara aquel placer del 22. El mundo y el tiempo ya no eran la prioridad para Nelson. Más bien sentía que no debía pensar. De vez en cuando echaba una rápida mirada a través de un ventanal. Repetía para sí mismo, que el largo camino y su brioso corcel marfil, tendrían que esperar una eternidad antes de volver, porque para él a partir de este momento sólo existía un mundo y una mujer.
Bailando de cuarto en cuarto y a lo largo de cada corredor, entraron en el gran salón de obras, donde se hallaban empolvadas frías y enormes estatuas que en su juventud el padre de Nelson elaboró. Desde su infancia no fue éste precisamente su lugar favorito. Siempre lo evitó. Al pasar frente a la estancia miraba de soslayo con un profundo terror las figuras de robustas mujeres recostadas sobre muros en poses insinuantes que amenazaban con salir de aquella morada, donde su escultor las dejó.
De pronto, la música concluyó. Nelson se vio reflejado en un enorme espejo sucio y empañado. Las damiselas le miraban y el espacio que en algún momento fue para él desmesuradamente grande, se cerró. Sentía que los muros se movían y lo cercaban; que las figuras talladas lo acorralaban. Su corazón retumbaba, pero ya
no de pasión. Sintiendo que afuera estaba su salvación dio un gran salto por encima de cabezas, figuras medio elaboradas y piedras heladas. Tan pronto llegó a la puerta recuperó la fuerza perdida por tan extenuante jornada; como puedo la cerró.
Ahora estaba a salvo. Sus piernas flaquearon y sin poder sostenerlo más, dejaron que éste se escurriera contra la puerta de la habitación. Su cabeza daba vueltas y sus manos la apretaban para evitar que estallara. Una vez recuperado, su respiración y corazón medianamente estables, logró abrir sus ojos. Percibió frente a él, en la mitad del patio una figura tendida sobre el piso.
Desconfiada y lentamente se fue acercando. Reconoció los zapatos chuecos y desgastados de su ama de llaves y el vestido rojo florido que habitualmente usaba. Sin poder dar crédito a lo que sus ojos veían, retiró los enredados cabellos que cubrían la enorme nariz de la vieja mujer y pudo darse cuenta de las marcas sobre su rostro y cuello. Ojos y boca habían sido borrados de sus facciones. Había sido golpeada con algún elemento metálico y pesado.
Siguiendo el rastro de las marcas de sangre dejadas sobre el piso empedrado de la platea, llegó hasta la fuente que bañaba con su delicioso chorro de agua a una enorme figura que jamás había estado allí.
Espantado por lo visto, nunca se recuperó y todos los días hasta el final de su vida, al mirar por la ventana enrejada de su blanca habitación, recordaba la imagen de una enorme escultura con voluminosos pechos y enormes piernas que, abrazando a un pequeño gato, le miraba fijamente y le sonreía coqueta enloqueciéndolo de pasión.
Su pobre, viejo y abandonado perro, durante muchos años permaneció sentado frente a la puerta de la enorme casa, mirando cómo las manecillas del reloj giraban una y otra vez, esperando el regreso de su amo después de una tarde de tango y aventura con cualquier mujer. Lumana
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