REMINISCENCIAS POR MARIA TERESA SANTOLAMAZZA
Hay un lugar en donde las montañas italianas comienzan a desvanecerse, el verde de las colinas se mezcla muy pronto con el azul del firmamento y las cimas se levantan perezosamente, alzándose apenas un poco del suelo. Allí, en uno de esos lugares, los acantilados del Tirreno hacen su aparición dejando que las olas rocen con finura tanto las arenas de sus costas como los peñascos que, anclados en la orilla, miran con indiferencia el horizonte. El mar lame los guijarros, para alejarse luego, dejando como único testigo de su presencia una espuma salada, presencia fugaz que se desvanece en pocos segundos sembrando la duda de si el mar estuvo o no allí. Hacia el sur, poco a poco, se ingresa en una región que cambia de nombre. Sobre el costado izquierdo de la vía, se levanta un Vesubio al que se le adjudican sucesos infames, actuares asesinos sobre dos poblaciones que no se dieron cuenta de cómo, en una noche, desaparecían: Pompeya y Herculano. No quedó un corazón que pudiera guardar luto por sus muertos.
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Cualquier día, apenas amanece, el cielo se va entintando de colores.
Atrás queda el norte, el paisaje cambia radicalmente. La tierra se reseca, los
gigantes de madera de Cervantes, de brazos largos, robustos, cambiaron su
armadura por una metálica y brotan de todas partes. En cualquier parte un
bosquecito de olivos a la orilla de la vía que, sin alambradas, invita a
escuchar entre sus ramas un gorjeo desafinado: el canto de un pájaro en la
madrugada. Las últimas gotas de rocío son puestas, por las manos de las hadas,
sobre las tiernas hojas de un árbol cuyo tronco retorcido, lleno de huecos que
parecen cavernas, le sirve de posada al pajarillo permitiendo que entreteja en
su interior, con delgados hilos de corteza, con espinas que han caído de otras
ramas, y hasta con algunas astillas de frutos secos que al rodar rajaron la
semilla. Sella dulcemente el nido con minúsculos residuos de arena que el
viento ha esparcido sobre algunas cavidades. Cubre sus secretos de valor
incalculable. El pájaro no sabe de arquitectura, pero la hembra tiene en su
interior el espíritu maternal alborotado e intuye que debe hacer lo mejor para
albergar entre los huecos del tronco los huevecillos que se convertirán en su
familia.
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Hay un desfiladero lleno de senderos que no llevan a ningún lugar,
camino a través de un valle inundado de diente de león. Tomo una flor, la
sostengo en mi mano, la miro detalladamente, pido un deseo, soplo. Las hélices
se diseminan de manera independiente. Con el aire expelido por mi boca,
comienza el aleteo de las aspas aventurándose
a volar, abriéndose paso por entre el sinfín de puntos invisibles de polvo que
se han levantado con el viento que ahora corre por entre las copas de unos
pocos árboles.
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Viene desplomándose la noche, se prenden las luminarias. Hay tantas
sombras que algunas aprovechan a escapar de donde, escondidas, no tenían vida.
Su parto se da tras un rayo de luz que entra por la ventana. La danza de esas
figuras, que creía inmóviles, me despierta el deseo de anclar mi vida a las
emociones vividas, pero hoy al voltear mi cabeza todo es solo un punto en
el horizonte.
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