ANÉCDOTAS Y MÁS por ELSA PARRA GÓMEZ

En los años 80, después de implorar, suplicar, portarse bien, pasar el año escolar y acudir a las cartas del niño Dios, entre otros, por fin se cumplía el milagro, recibíamos la primera bicicleta para compartir con mi hermano mayor, acordamos los tiempos para montar.  Durante las prácticas para aprender a montarla recibimos lo que llamamos los golpes del destino, moretones y raspones que no nos impedían seguir intentándolo y practicando sobre la arena, con obstáculos o en plano, hasta que nos volvimos los duros de la cuadra.

Llego la época de hacer los mandados en la bicicleta, esto era lo máximo, saber que podíamos recorrer el barrio y alardear de nuestra hermosa bici, también, pasábamos momentos críticos como aquel día que por andar en el juego botamos la plata y tuvimos que rogarle a la señora de la tienda que nos fiara a cambio de mandados tema que se repetía por andar en el juego y ser poco responsables, ahí aprendimos de responsabilidad, después de que la señora revelo nuestro secreto y nuestra madre nos castigó por buen tiempo.

En los años 90 a través de un teléfono público ubicado a unas cuantas cuadras del colegio reportábamos nuestra llegada que era toda una aventura, todos los días eran recorridos de más de una hora en flotas de Bogotá – Soacha, nosotros nos quedábamos cerca a la clínica Agua de Dios y en las tardes a un kilómetro de la sevillana, teníamos que estar muy pendientes, pues si nos pasábamos tendríamos que regresarnos a pie. Esta ruta practicaba la guerra del centavo, los choferes peleaban por recoger sus pasajeros, había peleas con machete y se truncaban el paso entre las flotas que hacían que un día fuera de cierta manera peligroso, sin importar como, siempre llegábamos sanos y salvos a casa, con esto aprendimos a confiar que llegaríamos a nuestro destino.

A mediados de los años 90, salir sola de casa y llegar a la universidad era todo un reto, especialmente pasar el puente de la carrera 30 con 45, donde siempre en la mañana una loquita andrajosa, espelucada, de ojos negros, pasada de marihuana porque el olor llegaba a kilómetros esperaba el paso de algún transeúnte para pedirle dinero y si este no le daba nada dinero, les pegaba tremendo susto o lo perseguía y de manera insistente para que le dieran cualquier moneda. Y fue ahí donde casi todos los días se me volvía una tortura, cruzar el puente, a veces esperaba que alguien más cruzara para que no me hiciera nada, un día le regale un pan pensando que pedía para comida y espero que yo siguiera y me lo lanzo a la cabeza. Cansada de esta situación, cierto día me arme de valor, y cuando ella corrió hacia mí para amedrentarme, me quite uno de mis tacones y le pegue un grito bien aterrador, tanto que la loquita salió corriendo y nunca más me volvió a molestar mi valentía salió a flote y deje de sentir ese miedo horrible.

 

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