Mi PRIMER FUNERAL por ELSA PARRA
A mediados de los años 80, mi
padre, Gustavo Parra Ramírez, adquirió un lote en Bogotá en el barrio Olarte,
el cual pagó con $50.000 pesos producto de la venta de las primeras 5 de 12
cabezas de ganado que tenía en Usme-Cundinamarca. Inició la construcción de su
vivienda. En ese tiempo no se requería licencia de construcción, así que nos
llevó a toda la familia a conocer el lote. Esto se volvió el super plan para
todos los fines de semana. Los maestros tardaron 3 meses aproximadamente en
instalar las bases, subir los bloques y planear la echada de la plancha; una
actividad que convoca a amigos, vecinos y familia. Los hombres se encargaban de
cargar los materiales en un día, sábado o domingo, las mujeres estaban a cargo
de la comida y muy buena bebida, pues la plancha requería de muchas manos.
Es el comienzo de nuevas amistades, mi mamá María
Inés Gómez, mi hermano Edison de 6 y yo Elsa de 4 años. Mientras todos
trabajaban, planeábamos un día diferente, recorriendo el lugar, buscando
pasajes secretos en compañía de Luis, el hijo de nuestra vecina, la señora
Elvira, quien tenía una casa semiconstruida con el único baño de esa cuadra.
Ella muy amablemente lo prestaba mientras los demás vecinos realizaban la construcción
de sus viviendas.
Cumplido el objetivo de la plancha, mi mamá
decide dejar de pagar el arriendo y disfrutar de su propiedad, en un lugar
rodeado de naturaleza casi rural. Con la llegada de mi familia, recibimos una
cálida bienvenida de parte de los vecinos quienes se presentaron y en total
disposición para lo que nos pudieran colaborar, mi papá se convierte en el
único vecino con medio de transporte y comienza a llevar a los niños del barrio
en su carro. Viajamos hasta 8 niños hacia los colegios del centro de la
capital. Los fines de semana en la mañana veíamos cómo se ordeñaban las vacas
en las fincas aledañas; los viernes hacíamos entre todos pequeñas fogatas que
incluían asado, cada uno llevaba lo que tenía y podía, plátanos, papas,
mazorca, carne, entre otros.
Una mañana la señora Elvira pasó muy angustiada
a nuestra casa y entre gritos suplicaba ¡ayuda! Su esposo no respiraba, todos
los vecinos al enterarse corrieron a auxiliarla. Uno de ellos llegó a la casa
del chiverudo, dueño de la única droguería del barrio, quien tenía
conocimientos básicos de reanimación. Cuando él llegó, vio a don Luis boca
arriba en su cama, lo examinó, suspiró y dijo: “ NO HAY NADA QUE HACER YA,
BRONCOASPIRO” “LO SIENTO MUCHO, SEÑORA”, todos alrededor en un silencio total,
con un nudo en la garganta, pues nosotros habíamos llegado hace un par de
meses.
Inicio la velación, en esa época no se contaban
con funerarias, por tanto, se realizaba en la sala de la casa del difunto. Se
vestía al difunto con las mejores prendas, se colocaba su cuerpo en un cajón de
madera que se mantenía abierto durante el velorio. A su alrededor se disponía
de butacos y las sillas del comedor disponibles en todo el vecindario, que no
eran más de 5 familias. Al llegar la noche, en medio del frío, entre lágrimas y
los recuerdos más bellos que retornaban a la memoria en honor al difunto don
Julio, iniciaron los rezos, momento en el que los niños más pequeños nos
disponíamos a jugar y hacer algunas pilatunas; en medio de los rezos, cuando el
cajón se empezó a mover de un lado para el otro, todos empezaron a rezar más
duro, las ave marías se escuchaban hasta el barrio vecino y más de uno se
apretaba las manos, al ver que el cajón no dejaba de acunarse, al fin uno de
los vecinos se arma de valor, decide acercarse para mirar qué pasa y
encuentra a Alex, uno de los niños del barrio, moviendo el cajón,
inmediatamente, lo coge del brazo y de un tirón lo saca. A todos les volvió el
alma al cuerpo, cuando su madre le pregunto: ¿por qué hiciste eso? El niño
respondió: ¡Cómo se iba a dormir don Julio con tanta rezadera! El niño recordó
que su mamá lo acunaba para dormirse más rápido cuando había mucho ruido o
fiestas; finalmente, don Julio después de 5 días de velación descansó en paz.
¿Qué sí era bueno don Julio? No lo sé, después de este suceso me di cuenta de
que en los velorios “Todos los muertos son buenos”.
Cada vez que leo tu escrito, Elsa, no deja de aparecer una sonrisa en mi rostro. Me imagino el susto de los asistentes y las historias que pudieron desatarse. ¡Genial, simplemente genial!
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