ANA JOAQUINA, EL ROBLE DE LA FAMILIA por Luz Marina Mancipe Aponte

  Mi historia como la de muchas mujeres de mi época, puede reflejar en parte el tipo de sociedad en la que vivíamos las jóvenes. 

Nací en Caldas, en 1915. El mismo día en que la luz de este mundo se abrió para mí, se cerró para mi madre, así pues, mi padre a los pocos meses de enviudar, volvió a casarse, pues era incapaz de criar él solo a su primera hija. Los negocios lo mantenían altamente ocupado y a duras penas se enteró que su primera esposa recién llegada de España en una embarcación (nunca supe por qué razón), sólo tenía 16 años cuando aceptó ser la madre de sus hijos. 

Fui entonces criada por otra joven de 15 años, quien me dio tres hermanas y un hermano. Mi padre viajaba constantemente y yo era sometida al trabajo duro de la casa, mientras los hijos de María, mi madrastra, gozaban de todos los lujos que papá nos daba. Los azotes de la joven que me estaba criando, más que lágrimas, arrancaban de mis entrañas el ímpetu de la soberbia y el deseo de lograr algún día todo aquello que ella me arrebataba en ausencia de mi progenitor. Durante varios años, la hipocresía florecía mientras el hombre proveedor de la casa permanecía en ella. En esos momentos, yo podía vestir los hermosos trajes, cintas y moños que llegaban del exterior. Pienso que mi padre imaginaba a su hija mayor, vistiéndolos y no escatimaba en pagar lo que fuera, adquiriéndolos para mí. De esta manera quería demostrarme cuánto me amaba. En los pocos meses que él estaba en casa, mis oficios eran realizados por los criados que se pagaban para atenderlo a él y a la familia, pero, una vez se embarcaba, mi castillo se derrumbaba. Cuando tuve valor para contarle a papá todos los castigos y bajezas en las que María me mantenía, papá decidió trasladarse al Líbano, Tolima con toda la familia y allí, siendo el gamonal del pueblo, me puso al cuidado de una institutriz que me educó en los conocimientos básicos escolares, las bellas letras y las manualidades, mientras que el entrenador de caballos me enseñaba cómo ser una elegante jinete y cómo cuidarlos. Cuando cumplí 15 años, papá muy orgulloso, me puso al cinto mi primer revólver y mis hermosos trajes para que siempre saliera a lomo de mi caballo percherón por el pueblo. Inculcó en mí la fortaleza y el defenderme de todo aquello que pudiera hacerme daño. Un año después, un hombre huérfano y humilde, vendedor de dulces, con una cajita colgada al cuello, puso sus ojos en mí, y logrando hablar con mi padre, pidió mi mano. Ambrosio, mi padre, lo retó y le dio tres años para que le demostrara que era digno de mí. Así que le exigió tener un negocio próspero y una casa en la fecha pactada para que me entregara en la iglesia y hacerme su esposa. Yo, lejos de saber qué trato habían hecho, me preparé en las artes de la alta costura y pedí a mi padre que me abriera un almacén de telas, aprovechando que él mismo las traía por barco desde Europa. Quince días antes de ir a la iglesia, mi papá con lágrimas en sus ojos, me enteró que Marco Antonio, el vendedor de dulces, había cumplido el desafío y que, por tanto, él debía hacer valer su palabra. Me confesó que no lo había creído capaz de lograr semejante reto y por eso se aventuró a aceptar el entregar su tesoro más preciado a un hombre tan humilde, a pesar de tener ambiciosos planes para mi vida. Finalmente, me casaron. Desconocía todo lo relacionado con las mieles del amor, del matrimonio, de los hijos y sobre todo, de mis obligaciones con un esposo, con quien sólo había hablado un par de veces antes de ir al altar. Debo reconocer, que durante este tiempo lo veía insistentemente rondando mi almacén de telas, buscándome para saludarme con una tímida sonrisa, pero nunca se acercó a comentarme algo sobre el trato con papá.

 La primera semana de casados, Marco Antonio llegó borracho a la madrugada. Yo, simplemente le abrí la puerta y con el tacón puntilla que tenía debajo de la cama, le exigí nunca más repetir semejante perturbación a mi tranquilidad y para que no se le olvidaran mis palabras, le puse el tacón en la cabeza. La marca en su frente, quedó visible para toda su vida, recordándole la advertencia. 

Durante 13 años viví embarazada. La hermosa figura, esbelta y elegante, que vestía hermosos trajes y sofisticado atuendo de jinete, se volvió redondita y cuando me miraba en el espejo, me parecía que me encogía año tras año. Todos mis hijos tenían diferentes formas de se,  algunos muy rebeldes, otros muy sumisos, otros aventureros, otros algo necios, pero ninguno altanero. Mi esposo era demasiado introvertido y muy dedicado al trabajo con el fin de mantener el nivel de vida que mi padre le exigía para mí y mis hijos. Fui yo quien educó y preparó a los hijos para la vida. Marcos sólo hizo los hijos y yo los crié, además de tener que atenderlo a él. En abril de 1948, con el estallido del Bogotazo, durante una noche de tormenta y violencia, mi padre nos puso a mis hijos y a mí en un camión rumbo a Bogotá, sin nada más que un par de maletas y algo de comida para el camino, mientras que escondía a Marcos en el techo de su casa, para evitar que los liberales lo mataran. De esta forma, dejamos todo cuanto habíamos conseguido para empezar de ceros, pero con unos niños en proceso de crianza y otro en la panza. Muy a pesar de que Marcos no gozaba del fraternal cariño de mi padre, se mantuvo bajo su protección por unos días hasta que finalmente pudo llegar a Bogotá escondido entre una carga de café, para reunirse con nosotros.

Con la firmeza del hombre convencido de su responsabilidad marital y cumpliendo la promesa que hizo a mi padre antes de viajar como desplazado, Marcos abrió y mantuvo negocios que ambos manejábamos. Tuvimos carnicería, miscelánea, sastrería, zapatería, dentistería (bueno fabricación de cajas de dientes), hasta elaboración de botellitas de azúcar rellenos de licor. Marcos fue un negociante y yo, a su lado, sabía que debía apoyarlo, pues juré ante el cura, que lo cuidaría y acompañaría hasta que la muerte nos separara. A pesar de no haber sido un matrimonio por amor, nos mantuvimos juntos por 67 años, hasta que la muerte nos separó. Marcos falleció en absoluta calma y siempre bajo mi cuidado. Aprendimos a querernos, a vivir cada uno en su rol, pero dando ejemplo de lucha para nuestros hijos, quienes se formaron como buenas personas. Ahora puedo decir que nunca le fui infiel, pues no podía salir por atender nuestros negocios en el local de la casa, a los hijos dentro de ella, y luego a los nietos cuando empezaron a llegar. 

No sé si él se mantuvo firme conmigo. Pienso que sí, pues cada mañana al afeitarse, sin querer veía la señal de advertencia en su frente y creo que me recordaba paseando por el pueblo a caballo, con mi gran revólver al cinto.

Comentarios

Entradas populares