EL ÚTERO DE PIEDRA por YADIRA CRISTANCHO

 La violencia en la Salina, no nació de la noche a la mañana: su eco comenzó a retumbar en Bogotá el 9 de abril de 1948, cuando el país entero se estremeció bajo las llamas y la ira desatada por el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán. Aquel día, la capital ardió en caos, y desde entonces, la violencia se extendió como una sombra que no conocía fronteras. Pasaron pocos años para que, entrada la década de los cincuenta, esa misma oscuridad alcanzara al pueblo. Primero llegó silenciosa, disfrazada de rumores, y luego brutal desbordada, tiñendo de sangre los caminos y arrasando con la vida y la cotidianidad.

Los hombres, entre huidas y persecuciones, fueron desapareciendo; algunos buscando salvarse, otras víctimas de las matanzas. Y en medio de ese vacío forzado, quedaron las mujeres, solas, con sus hijos y con un miedo que pronto habrían de transformar en resistencia. Porque allí, donde la violencia quiso quebrar esperanzas, ellas comenzaron a levantarse, fuertes como heroínas anónimas, guardianas de la vida en tiempos de muerte.

Ella, mi madre, no vaciló. En su corazón palpitaba el temor, pero también una fuerza interior que se encendía cuando la vida de los suyos estaba en peligro. Con un gesto firme, reunió a las mujeres que quedaban, tomó el liderazgo, no quería ser heroína, pero lo fue y señaló el camino de la huida.

Atravesaron senderos ocultos, cargando más recuerdos que pertenencias, entre ellas rescataron la custodia y los ornamentos de la iglesia, los cuales llevaron como un tesoro y compañía espiritual.

La cueva se convirtió en hogar forzado, en útero de piedra que abrazaba a mujeres y niños. Afuera, el mundo se rompía en estruendos, y las bombas caían con la furia de un cielo ennegrecido por la guerra. Ella, mi madre, mantenía la calma con una fuerza que no era silencio, sino escudo. Cubría a los pequeños con sus brazos, consolaba con miradas, y lograba que aquel rincón oscuro pareciera menos terrible de lo que era.

Días de lo mismo, cuando paraba el bombardeo, salían a buscar frutos y agua para poder sobrevivir. Y volver a su refugio. En los momentos del bombardeo, Ella, mi madre tomaba la custodia y todos oraban, milagrosamente, las bombas nunca cayeron en la cueva.

Ella, mi madre, logró gravar en cada mujer la definición del heroísmo:  no el de los que conquistan con violencia, sino el de quienes, en medio del dolor, se atreven a defender la vida.  Cada lágrima se transformó en semilla, cada silencio en promesa de futuro. No eran guerreras con armas, pero sí con una valentía que desafiaba la muerte: la de criar, resistir y mantener la esperanza viva, a pesar de todo lo vivido.

Con el tiempo, aquellas mujeres salieron de la cueva y volvieron a caminar sobre la tierra rota. Sembraron de nuevo, levantaron sus casas, recogieron las risas de los niños como si fueran flores en primavera. Allí donde todo parecía perdido, ellas devolvieron el pulso a la vida.

Hoy entiendo que la verdadera victoria no fue sobrevivir, sino haber demostrado que ni la guerra, ni el odio, ni la muerte pudieron quebrar la raíz de su amor. Ella, mi madre y aquellas mujeres nos entregaron la lección más grande: que incluso en los rincones más oscuros, siempre puede nacer la luz.

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